El hombre llega cojeando hasta la puerta. Está cerrada, así que, ansioso, toca con el nudillo de su dedo índice. «Cerditos, cerditos, déjenme entrar», comenta con aire juguetón. «O soplaré y soplaré y su casa derribaré». Entonces, ¡crack!, el hacha asesta un primer golpe. Luego un segundo, un tercero, un cuarto… Tras doce embestidas, en la puerta queda una abertura irregular, lo suficientemente ancha para enmarcar un rostro de lado a lado. Los gritos de la mujer continúan desde el interior del baño, a donde el hombre se asoma para exclamar sonriente: «¡Aquí está Johnny!». Y helo ahí, al mismísimo Jack Torrance de El resplandor: uno de los grandes villanos cinematográficos. Pero también, el máximo ejemplo de por qué Ethan Hawke se negó por muchos años a ser el malo de la historia.
La estrella de Boyhood y Día de entrenamiento solía tener una regla de oro: no interpretar jamás al villano. No es que hubiera problema con aquellos papeles cuya personalidad resultara poco o nada agradable. Eso siempre ha podido sobrellevarlo. El problema radicaba en enfrentarse a un personaje que le exigiera exhibir una faceta de maldad absoluta, aunque fuera en calidad de actor. Su teoría era que, cuando le permites al público atestiguar tu demonio interior, esa imagen provocará un estigma imborrable. Para él, no importa cuántos dramas o comedias con Jack Nicholson se hayan producido después de El resplandor: los espectadores aún temerán que, en cualquier segundo, el histrión veterano adopte la mirada enloquecida de Jack Torrance y persiga a todos con un hacha.
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